martes, abril 22, 2008

St. Valentine’s Day Massacre


…Albert
Las casi 9 millas desde Clark Street hasta Damen Avenue me bastarían para esterilizar cualquier pecado, pero aún así no puedo evitar buscar en el espejo algún reflejo de resentimiento. Sospecho que la culpa es invisible y sólo se manifiesta presionando el pecho como el recuerdo de un abrazo sincero, aunque lo más probable es que lo único que aprieta sea el maldito uniforme de policía que consiguió Scalesi.
He de parar. Pienso que es sólo un trabajo. Sucio y desagradecido. Pero sé que soy el idóneo para llevarlo a cabo. Porque pese al consciente sadismo de la prensa sensacionalista, la muerte, aún viajando en Cadillac, tiene el lirismo de un paño de cocina y hace tiempo que no trata de usted. A quemarropa la sangre vuela sin paracaídas y el armónico milagro de la vida se desparrama caóticamente en las paredes. Acabo de comprobarlo.
Hace frío en el club. Tanto que Lew sólo arranca toses en re sostenido al viejo piano. Respiro profundamente el gélido aire del Korova y al fin lo veo. Es un pequeño dibujo informe en el cuello de la camisa. Ahora lo sé. Los remordimientos son de color rojo y desaparecerán con 2 dólares en tintorería.

…James
El día a día no tiene señales de peligro. Sólo son recuerdos postizos, bisutería barata con la que tu cerebro adorna la memoria al cabo de un tiempo. Epítetos de medio de pelo que hacen de reglas nemotécnicas para el anecdotario.
Esta mañana el estómago madrugó media hora más que el resto del cuerpo y la vieja quemadura seguía condenando a mi mejilla izquierda a una eterna adolescencia imberbe. Mi aliento había vuelto de su paseo nocturno por el infierno. Como cualquier otro día. Sin advertencias. Por eso, cuando veáis mi foto en la prensa de mañana me reconoceréis fácilmente. Soy el de la cara de idiota y el plomo en el estómago.
Harriette me dijo una noche en el Korova que si me tropezaba con el miedo no sabría reconocerlo. Estaba equivocada. Ahora lo sé. El miedo es darse cuenta de que has perdido el tiempo y que no podrás volver a perderlo; apunta a la espalda y escupe 600 poemas del calibre 45 por minuto a través de la garganta de una Thompson. En pocos segundos, el miedo huele al sudor de toda una vida y dibuja mi sombra y la de otros seis infelices arrodillados frente a la pared de un mugriento garaje de esta puta ciudad sin ley.

The Chicago Daily News • 14 Feb 1929
Seis empleados de un almacén del norte de la ciudad, han sido hoy asesinados con arma de fuego y un hombre ha resultado herido cuando un grupo de cuatro personas (dos de ellas con el uniforme de la policía de Chicago) ha asaltado el garaje donde la compañía, propiedad del gánster Bugs Moran, tiene sus oficinas centrales. La policía confirmó que las víctimas han sido tiroteadas, presumiblemente alineadas frente a la pared, como en la ejecución de un pelotón oficial de fusilamiento […]

Time • 2 Sep 1951
[…] Las primeras sospechas recayeron en Al Capone, líder del crimen organizado en la ciudad. La banda de Moran operaba en el North Side y se había convertido en el mayor obstáculo para el control del contrabando de licor en el área metropolitana de Chicago, secuestrando envíos de whiskey desde Canadá y borrando del mapa a importantes aliados de Capone como Patsy Lolordo. No obstante, la investigación oficial no encontró pruebas que relacionaran aquel baño de sangre con Capone, que se encontraba en Miami el 14 de febrero y nadie fue juzgado por los asesinatos.
Un reportero del Tribune preguntó a Moran acerca de los rumores que afirmaban que quizá fue realmente la policía quien cometió los asesinatos. Moran, sonrió al responder: usted debe ser nuevo en la ciudad, señor. Sólo Capone mata así.


_ ¿Qué hay agentes? ¿Podemos hacer algo por ustedes?
_ Sí, puedes cerrar la boca.
Adam Heyer (Milton Frome) · La matanza del día de San Valentín

jueves, abril 03, 2008

La chica del gánster

Llevaba media noche aclarando a una corista del club que aunque conmigo nunca lograría la fama que ansiaba desde que llegó de Connecticut, todos los cumplidos que le iba a dar estarían desinfectados. Persuadido de haberlo logrado garabateé un poema en una servilleta y se lo alargué. La chica tomó el papel y me escribió por detrás el estricto itinerario para llegar a su casa: cincuenta dólares.
Dejé escapar una sonrisa ante mi torpeza y los resortes de la memoria me llevaron a Jacob Eliezer, el primer propietario del Korova, porque a él nunca le habría ocurrido algo así. Era un tipo capaz de tener un ojo en la puerta, otro en la caja y uno más en el escote de cada chica. Jacob hablaba cuatro idiomas y habría sido capaz de traducir al sánscrito la mirada de cualquier chica si lo hubiera necesitado. Las mujeres eran su debilidad y yo juraría que era capaz de averiguar el color de las sábanas en que iba a despertar cada vez que miraba a una. Por eso nunca entendí su lío con Sharon Lefferts.
A Jacob le marchó bien el negocio y repartía copas y caricias con la misma asiduidad. Abrió el local unos años atrás y lo había convertido en un club nocturno en el que la orquesta y unas camareras, con el vestuario apropiado para ser procesadas en casi treinta estados, eran su mejor reclamo. Sharon llegó una noche escoltada por una amiga y aquella mirada suya que aseguraba no dar cuartel ni dejar prisioneros. Era conocida en todo Chicago por ser la esposa de Miles O´Donnell, uno de los capos de la ciudad por aquellos momentos, y su fama de mujer ambiciosa capaz de conseguir lo que se propusiera la precedía donde fuera. Bien lo sabía Claudia Fallesi que había sido la primera mujer de O´Donnell hasta que éste se encaprichó de Sharon y paseó con ella del brazo por todo Chicago. Claudia no pudo soportar los celos y la vergüenza, y comenzó a recurrir a los somníferos. Una noche, cansada de esperar a su marido, sacó su orgullo siciliano y apareció tumbada en la cama después de haber canjeado las pastillas por la bala de un colt del cuarenta y cinco.
Pero la noche que llegó al Korova, Sharon destilaba perfume caro y bourbon. Sus ojos eran una invitación irrechazable para tropezar con problemas ¡Maldita sea!, estaba arrebatadora y la frase que Jacob me dijo fue una premonición: “muchacho, me fascina esa mujer. Aunque tenga la clase de belleza de la que uno sólo se repone en un hospital, cuando después de tres horas un buen cirujano te ha reconstruido la cara”.

Durante un tiempo Jacob anduvo jugando a la ruleta rusa con el destino, citándose a escondidas con Sharon en moteles de mala muerte tratando de que ninguno de los matones de Miles advirtiera nada. Pero Jacob creía que las mujeres pueden ser como los viajes y disfrutarse dos veces: cuando los haces y cuando los cuentas, y muy pronto hasta las ratas del club conocían el último lío de faldas del jefe.
La noche en que tres de los matones de Miles O´Donnell entraron al Korova Jacob lo encajó enseguida con su aplomo habitual. Encendió un cigarrillo, se lavó las manos y juraría que incluso deslizó la mano sobre el culo de una de las camareras al acompañar a aquellos tipos fuera del local. Su cuerpo apareció tres días después flotando sobre el lago Michigan en lo que, con la cantidad de plomo que llevaba dentro, suponía un desafío a las leyes de la física.
¡Dios Santo! Los chicos de Miles hicieron bien su trabajo. Le habían dado tal paliza al pobre Jacob antes de acribillarle, que cuando sus padres solicitaron la donación de órganos, el médico tuvo que aclararles que lo único aprovechable de aquel cuerpo sería apenas el metal de la decena de balas que llevaba dentro.

Sí, Jacob Eliezer fue un tipo singular al que todos recordamos en el Korova. Y aún perduran algunas frases imborrables suyas, como la que me espetó una noche en la barra del local, cuando le pregunté como se las había arreglado para acostarse con cuatro de las camareras a la vez. Jacob se tomó su tiempo para responder, soltó el humo de su cigarrillo y, calculando mentalmente todavía, contestó: “con mucho orden amigo. Con mucho orden”.



_ No creo en los noviazgos largos, ¿y usted, vicario?
_ No, si los novios son ancianos.

El puente de Waterloo