viernes, abril 13, 2007

Como una mala canción.


Querido Pike:
Hace mucho que Sean me dijo de ti. “Es la clase de tipo al que le podrías confiar la vida pero nunca tu bolso”. Con el tiempo supe que tenía razón y que tú mejor que nadie entenderías el contenido de esta carta; que tú comprenderías que en mi casa me enseñaron a terminar la comida del plato y, si había un segundo, a tener remordimientos. Por eso sé que sabrás explicarle a mi marido mejor que yo que la distancia entre la felicidad y la rutina a veces no es más que un estómago lleno.
Sabes que me gustó el tiempo que pasé de corista en el Korova. No me arrepiento de lo que he sido. Cuando dejé el club por Sean pensé que había llegado el momento de dar un giro a mi vida, pero he aprendido que hay caminos que sólo te llevan al origen y que una mujer como yo solo tiene sitio en un matrimonio como causa de divorcio. Él quería domingos por la tarde y yo noches que acaban por la mañana. No puedo vivir con un hombre que me conceda a mi menos tiempo que a su tránsito intestinal. Dios santo, Pike, algunas noches tuve la sensación de que a Sean y a mi nos separaban quince años y cuarenta inviernos. Nunca me acostumbré a un tipo que para hacerme el amor se ponía las gafas.


Esa misma noche le di la noticia a Sean. Sabía que un tipo capaz de aguantar la respiración con las pestañas no iba a rechistar aunque porque su mujer se fugara. Pero, maldita sea, no vi ni un recoldo de pena cuando Sean pidió sus primeras diez copas.
Habían pasado décadas de aquella carta cuando la volví a encontrar trabajando de camarera en el Moto, un restaurante de la zona norte. Uno de esos lugares en los que la comida es tan mala que vomitas hasta la propina. Pero su mirada seguía siendo un balazo del calibre cuarenta y cinco y su belleza una certeza sin fisuras. Ella me reconoció y sonrió. Quise romper el hielo: “estás más gorda”. Ella sobre seguro “sigues siendo un cabrón”. Y mirándola recordé su maldita habilidad para disimular la pequeña cicatriz de su cara con solo aflojar un par de botones de la blusa.
Le pregunté si estaba con alguien y me dijo que hacía años que vivía con un tipo que se dedicaba a sus negocios, y pronunció negocios como sólo sabe hacerlo una mujer que siempre los finiquita con sabor a sangre y decepción. “Pike, me dijo, se que no te lo vas a creer, pero un hombre como éste a mi me hace tocar el cielo. Desengáñate. Una mujer como yo solo mira hacia delante cuando su maleta está muy llena”.

Shannon me hizo recordar las lejanas palabras que le escuché a aquel periodista, Al, una noche en el Korova, cuando me explicó que una mala canción es igual a otra mala canción, como una mala mujer es igual a otra mala mujer. Sólo depende de lo que te contagie.


_ Tú te mereces algo mejor.
_ El último que dijo eso está ahí fuera. Enterrado.
- Jill, me recuerdas mucho a mi madre. Era la zorra más grande de Alameda y la mujer que más valía del mundo. Quienquiera que haya sido mi padre fue un hombre feliz. Durante una hora o durante un mes.

Cheyenne (Jason Robards) y Jill McBain (Claudia Cardinale) · Hasta que llegó su hora

lunes, abril 02, 2007

La leyenda de Julio Fuentes

Lo conocí una noche en el Korova y supe con certeza que aquel mentón había destrozado más de un puño. Bebía solo, en silencio, con ese empaque que sólo adquiere el tipo que acostumbra a jugarse la vida. Se llamba Julio Fuentes, y aquel otro fulano al que siempre respeté, Reverte, escribió de él:

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Julio era un profesional de la guerra. Un mercenario en el más honesto sentido del término. Un reportero de élite para quien aquello, en lo personal, era -o al menos lo fue durante mucho tiempo- una solución: un extraño hogar donde el horror puede asumirse como realidad cotidiana, y de esa forma deja de ser sorpresa o trampa. Una escuela de lucidez donde uno misma está siempre dispuesto a pagar el precio. Un mundo fascinador y terrible donde, a diferencia de la puerca retaguardia, de las ciudades presuntamente civilizadas y razonables, todos es maravillosamente simple y funciona según normas elementales y precisas: el malo es el que te dispara y el bueno aquel cuya sangre te salpica. Y cuando no tenía a mano guerras que meterse en vena, Julio vagaba por las ciudades y las redacciones como un alma en pena, colgado, autista, igual que un marino sin barco o un cura sin fe. Como todos, después de tantos años de oficio, en los últimos tiempos empezaba a pensar en cambiar de vida: una mujer, a la que amaba, una casa, tal vez hijos. Pero ya nunca sabremos como habría sido. En aquella carretera de Afganistán salió su número. No tuvo suerte. O tal vez sí la tuvo, porque de ese modo se convirtió, por fin, en la leyenda en que siempre quiso convertir su vida. Quizá aquel día se limitó a pagar el precio.
Ahora, como de costumbre, los vivos recordamos. Y lo hacemos con esa sonrisa de la que hablaba antes, al pensar en los iraquíes que se le rendían a Julio durante la guerra del Golfo, porque en su ansia por entrar el primero en Kuwait llegó a adelantarse a las tropas norteamericanas. O en como fue la envidia de la Tribu ligándose a Bianca Jagger en El Salvador –eso llevo ganado para cuando palme, decía-. O aquel bombardeo en Osijek, cuando empezaron a caer cebollazos y todos bajamos al refugio, y él se quedó durmiendo arriba sin enterarse de nada, tan tranquilo porque se había quitado el sonotone de la oreja para dormir. O cuando en Sarajevo unos periodistas jovencitos le preguntaron como se llamaba y respondió: “Soy Julio Fuentes, chavales. Una leyenda”.
Ahora el muy perro nos ha hecho a sus amigos la faena de convertirse, por fin, en esa leyenda. Era el hombre más tierno del mundo, y vivió obsesionado por ser un tipo duro. Lo fue, y pagó el precio allí donde se envejece pronto, y donde a veces no se envejece nunca. Muriendo de pie. Y ahora está con Juantxu, Luís, Jordi, Miguel y los otros, con su sonotone y su chaleco antibalas, en el recuerdo de quienes tanto lo quisimos. En ese lugar adonde van, cuando los matan, los viejos reporteros valientes.
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(Publicado por Arturo Pérez-Reverte en El semanal en 2001)


_ En Italia, durante treinta años bajo el dominio de los Borgia, tuvieron guerra, terror, asesinato y matanzas, pero surgieron Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza tuvieron amor fraternal; tuvieron quinientos años de democracia y paz, ¿y qué produjeron? El reloj de cuco.
Harry Lime (Orson Welles) · El tercer hombre